El 8 de julio de 2019, meses después de la incursión y de haber presentado la denuncia, cayó la tercera amenaza: la casa de los papas de Esther fue baleada. Un tirador en la noche percutió 12 disparos.

Por Antonio Mundaca

CRÓNICA 1

Los Ayuuk siembran el fuego

–¿Tienes miedo? ¿Tienes miedo? –me pregunta insistente Ismael, un niño de 8 años que está a mi izquierda junto a otras 30 personas alrededor de un círculo de flores. 

Frente a nosotros han decapitado una gallina y un guajolote criollo. Le han extraído la sangre en un balde limpio. Han echado sus cabezas en un hoyo en la tierra y mientras el cuerpo de los animales aún tiembla, les arrojan mezcal a lo que queda de sus picos.

Son las cuatro de la mañana. El pueblo Ayuuk de Santa María Tlahuitoltepec ha prendido fuego en el centro de la tierra. Un fuego sostenido por lajas de ocote.  En las manos y la nariz se impregna el olor inflamable de su resina. Cada uno de los presentes hemos dicho frente a los otros nuestros deseos, hemos ofrecido nuestro respeto a los protectores de la casa , nos han dado pan, café, tortillas con salsa de chile guajillo y huevos hervidos, a los invitados a las fiestas católicas de la Ascensión. Nos preparamos para subir al cerro antes de que amanezca. Van a pedir a lo alto de la montaña, por la vida y la buena siembra. Serenos nos abren puertas hacia el otro lado del mundo.

–Cuando celebramos algo importante aquí siempre ofrendamos gallinas –me dice Ismael con los ojos pelones. Antes del sacrificio, las gallinas fueron bendecidas. La mujer encargada del ritual puso los rostros famélicos de las aves frente a nosotros, y nos untó sus cuerpos evocando los puntos cardinales de la tierra. Al norte los dioses; al este y al oeste, la representación del plano terrenal; y al sur, el inframundo. Al círculo de flores blancas le sigue otro con flores de colores. Apenas el viento mueve la bandera mixe de tonos amarillos y púrpuras, un lienzo con el rosto del Rey-Dios Kondoy en el centro, rodeado de serpientes y cinco flechas que simbolizan los 500 años de resistencia a la invasión extranjera. No nos distraen el fuego y el frío, es el canto de los gallos y los perros que aúllan, es la hierba santa. 

Los estertores de las aves desangradas se aquietan. Los Ayuuk rezan con respeto, apenas sale el sonido de sus bocas. Le piden perdón a los animales por haberlos entregado a los espíritus, ha sido una ofrenda a los dioses antiguos, una solicitud de permiso al cerro sagrado del Zempoaltepetl para subirlo tras dos años de pandemia.

CRÓNICA 2

Cárcel a los que siembran flores

–No estoy en la cárcel por narcotráfico, estoy aquí por asesinato y robo a mano armada –se presenta Adán frente a nosotros como quien quiere evitar un fusilamiento y desenfunda primero. Bajo su arrojo hay un tipo gigante con rostro de indígena puro, de cejas tupidas, una barba tenue y facciones limpias de bronce endurecido, que extraña hablar con personas ajenas al penal de Miahuatlán.  

Una cárcel de bardas agrietadas, con tabiques enmendados en sus columnas y torres imponentes donde vigilan custodios los perímetros, refugiados en ventanas con cristales rotos por las que se asoma el óxido de sus armas. 

Está a punto de terminar la hora de visita.  Adán sabe que hemos venido por su historia. Miguel Maya hizo esfuerzos sobrehumanos para acercarnos al Centro Federal de Readaptación Social (Cefereso) número 13. Manejamos dos horas desde la ciudad de Oaxaca y esperamos bajo el sol a que entraran primero familias vigiladas por soldados; después nosotros, empequeñecidos quizá porque supimos que, en 2019, los celadores fueron acusados de golpear a presos hasta que orinaron sangre.

–Es bueno que no haya caído por contrabando porque a los que caen en el penal federa por esa razón los tienen bien amolados. Aquí yo tengo una suite pagada porque me llevo con los jefes –presume a ratos, para luego presentarse resignado. Lleva 12 años preso. Su esposa llega a verlo los domingos, pero tiene cinco años que no ve a su hija. Cuando la menciona, se quiebra.

–Son varios los delitos que me cargaron, pero yo empecé vendiendo marihuana como lo hacía mi padre en Santa María Huitepec. Con él aprendí después a meter  flores de amapola entre la milpa. El patrón se llevaba siempre la mejor ganancia, es negocio pues, pero a otros tercos como yo, que se salían de las leyes, se los cargaban.

 A cambio de hablar con nosotros nos pidió tres pollos rostizados con espaguetis y muchas tortillas para compartirlo con compañeros de celda, que igual que él están presos por asesinato. En la cárcel llevan tres meses con raciones de arroz, un huevo y un litro de horchata de avena.

Adán lleva una camisa color salmón ajustada de presidiario, un reloj chino al que mira varias veces mientras hablamos, y unos tenis blancos Adidas por los que tuvo que pagar al administrador de la cárcel 150  dólares americanos de “impuesto” para que lo dejen usarlos. Detrás de él una mujer de veinte años abraza a un tipo de tez blanca a la que miran los celadores. Adán se  da cuenta que vemos la escena, nos explica un poco de las leyes no escritas en la cárcel.

–No le hacen nada a la mujer porque, aunque no me lo crean, a este penal lo controlan un grupo de presos, ese güero es uno de ellos –asiente. 

–En la sierra los hombres siempre vamos armados. A mí me agarraron en 2010 y entonces nos daban 2 o 3 mil pesos por kilo, dependía del jefe del pueblo o el intermediario, a veces ya les entregábamos el corazón agujereado de la amapola nomás,  para que sudaran la leche hasta que se hiciera resina, pero yo siempre preferí la marihuana. 

Está por terminar la visita, Adán quiere que volvamos porque después de tantos años, se aburre de hablar con la misma gente.

CRÓNICA 3

El gallo negro, el señor del rayo

Hay doscientos comuneros de pie a las orillas del risco.  Rodean a cuatro mujeres en una casa de madera ubicada en un altiplano mixe conocido como  Llano Crucero en Tepuxtepec, 30 hectáreas de bosque virgen y precipicios que esconden agua.

Avanzan en grupos de cincuenta pisando la hierba. Los de la primera línea traen machetes y palos afilados como lanzas. La última línea de hombres vigila desde lo alto la vereda principal del camino con rifles de asalto, trepados en camionetas monstruosas con el motor encendido: para Esther son halcones, perros de caza, ella cree que desde esa altura no le jalarán a los gatillos.

–Aquí no suceden estas cosas –se dice. En la sierra no hay suficientes balas, ni comida, ¿cuál es el puente que cruzan los hombres para convertirse en salvajes?, -pienso.  Mira desde el ventanal cómo se acercan. Está refugiada en la casa con tres de sus tías, afuera, detrás de la niebla, no hay nada más que sombras, apenas ve sus rostros cubiertos con paliacates rojos, ella cree que está viendo fantasmas.

Las mujeres hacían una inspección del terreno que ha sido de su familia por tres generaciones, hasta que del monte empezaron a salir los comuneros que les impidieron seguir a las barrancas.

–Este es el terreno de Federico González –les grita Esther.

–A partir de ahora tienen prohibido pasar este límite –fue la primera amenaza 

La segunda, que si no dejaban el territorio iban a ser violadas. Entre los comuneros había hombres grabando, se comunicaban con radios inalámbricos,  tenían asignados roles, quienes hacían las preguntas, quienes detenían el avance o indicaban cuándo pararse. 

Pero Esther no quiso irse. Les dijo a sus tías que se fueran, pero que ella no iba a dejar que invadieran la tierra de su padre, y que había sido también de su abuelo. Las cuatro decidieron entrar a la vieja casa. Encerradas en la cocina se tomaron de la manos y se hicieron al fuego. 

Miraron cómo en las esquinas de la casa los invasores vertieron la sangre de un gallo negro sacrificado. Esther invocó a su abuelo que había sido un adivino, un intermediario entre el dios guerrero Condoy y la tierra. El abuelo González le había contado que había curanderos que hacían prácticas no mixes para hacerse el favor del señor del rayo; que mataban gatos y perros y niños. Las mujeres rezaron a San Juan Bosco y a las Ánimas Benditas del Purgatorio.

 –¡Contraataca si nos hacen el mal! ¡Contraataca si nos hacen el mal, papito!

Rezaban juntas, oyendo a los hombres escupir, reír, permanecer varias horas, esperando afuera. Esperándolas. 

El 8 de julio de 2019, meses después de la incursión y de haber presentado la denuncia, cayó la tercera amenaza: la casa de los papas de Esther fue baleada. Un tirador en la noche percutió 12 disparos.

Esther lleva tres años peleando por su tierra. Ha podido, por momentos, volver a la cabaña del altiplano donde tiene una ofrenda a su abuelo y a sus santos, pero no pasa el límite marcado a las barrancas. Los comuneros vecinos le han dicho que varios kilómetros abajo, hacia el valle profundo, camionetas entran y salen con toldos cubiertos. Sobre las lonas llevan imágenes de El Señor del Rayo. 

 

Texto e Ilustraciones: Antonio Mundaca
Este reportaje forma parte del proyecto, Amapola en Oaxaca: Sembradores en la niebla que fue realizado con el apoyo de la Fundación Gabo y la Open Society Foundations, gracias al Fondo para investigaciones y nuevas narrativas sobre drogas (FINND).

Artículo publicado en la Revista POLIGRAFO, Política Gráfica Objetiva

About The Author

Deja un comentario