Por Karen Rojas Kauffmann
La abuela tenía la idea de que las balas
eran malditas y que siempre buscaban
un cuerpo dónde meterse.
Natalia de Marinis
Río Metates, Copala, Oax.– La región triqui es un pueblo de hombres y mujeres dispuestos a la guerra. Un feudo culturalmente complejo y marginal, ubicado a 237 km de la capital de Oaxaca -cerca de 6 horas de caminos sinuosos y carreteras mal pavimentadas-, que por el norte colinda con el municipio de San Juan Mixtepec, habitado por indígenas mixtecos; por el sur sus límites alcanzan al municipio de Constancia del Rosario, habitado por mestizos; al este colinda con la agencia municipal de San Miguel del Progreso, al oeste con comunidades del municipio de Santiago Juxtlahuaca y hacia el centro de la región, en apenas una hora, se adentra a las montañas de Guerrero.
Al menos desde hace cinco años, la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena), ha acusado a este pueblo indígena de sembrar amapola ilegalmente, pero los enfrentamientos entre el ejército mexicano y el gobierno de Oaxaca contra las organizaciones sociales indígenas triquis se remonta cincuenta años. Los indígenas triquis señalan a las instituciones de seguridad de querer militarizarlos para acabar con su autonomía como pueblo originario.
El miércoles 15 de marzo de 2017 en la comunidad Río Lagarto, del municipio Constancia del Rosario, todo amanecía aparentemente en calma. La vegetación después de una llovizna suave se abría exuberante sobre la corteza de los rayos del sol y su luz cobriza.
En la cima del cerro Tres Cruces, algunas mujeres triquis limpiaban la maleza de las parcelas, otras removían los troncos y las raíces de la tierra seca, mientras los niños, juntadores del fuego, buscaban el ocote que sus madres quemarían más tarde entre las brasas del café hirviendo.
Durante las primeras horas del día una aeronave peinaba insistentemente la zona. El helicóptero, un Bell 206 de la Fuerza Aérea que era tripulado por cinco elementos del Ejército Mexicano, sobrevolaba una y otra vez ante la mirada atónita de los niños y las mujeres que limpiaban la milpa. Realizaba un operativo de reconocimiento en el que, de acuerdo con la versión de los uniformados, habían ubicado al menos 47 plantíos de amapola en esa zona triqui del estado de Oaxaca.
Ante la obstinación del sobrevuelo de la aeronave, un grupo de pobladores no identificados dispararon al cielo. Las mujeres y sus hijos corrieron desesperadamente sobre la cima empinada. Entre la confusión y el miedo, pronto la nave fue repelida a balazos.
“Durante el ataque varias balas se impactaron en el fuselaje derecho, y una de ellas atravesó peligrosamente el compartimento del equipaje, muy cerca de la boca de llenado del combustible”, explicó en un boletín de prensa publicado el 17 de marzo de 2017 en medios locales, el teniente piloto aviador Luis Javier Hernández, quien logró aterrizar la nave sin contratiempos.
En respuesta al ataque del helicóptero, cien elementos de las fuerzas castrenses incursionaron sobre la zona montañosa, para destruir los plantíos de amapola que la Sedena presuntamente había localizado mediante imágenes satelitales, y verificado con fotografías aéreas recolectadas en sobrevuelos anteriores.
Ante la avanzada de las fuerzas castrenses, y en pocos minutos, “más de 300 indígenas triquis, la mayoría mujeres y niños, bloqueó el paso al grupo del ejército que pretendía asegurar y destruir unos 47 sembradíos de amapola que eran visibles a distancia”, informó en el mismo boletín, el general de la octava zona militar, Alfonso Duarte Mújica.
La versión oficial aseguró que, armadas con palos y machetes, las mujeres se habrían mantenido de pie –inamovibles–, clavadas en el suelo frente a los soldados.
Somos sembradores, no criminales
La región triqui es una ínsula de unos 500 km2 rodeada por los valles, las laderas y las quebradas de la mixteca alta y baja, y donde San Juan Copala, centro de poder económico, político y religioso de este grupo, es además una salida de apenas 45 kilómetros que, por la carretera federal número 15, atraviesa la frontera con Guerrero, un estado ampliamente conocido por ser el primer cultivador de amapola en México y una de las principales zonas productoras de goma de opio en el mundo, según Pierre Gaussens, investigador del Centro de Estudios Sociológicos del Colegio de México, en su artículo La otra montaña roja: el cultivo de amapola en Guerrero.
Además del café -que hasta hace 30 años se presentaba como el cuerno de la abundancia- los indígenas triquis cosechan cientos de hectáreas de maíz, plátanos, mangos, mameyes y guayabas, pero a pesar de estar rodeado de suelos fértiles, la tierra luce abandonada a causa de la violencia endémica que comenzó en 1948, cuando San Juan Copala -que había sido un municipio independiente de Oaxaca desde 1826-, fue disuelto como centro de poder político y económico por el Congreso del Estado, quien por la fuerza acordó su adhesión al municipio de Santiago Juxtlahuaca, y lo sometió a los gobiernos de sus vecinos: indígenas mixtecos y mestizos.
Violencia que ha fustigado a sus pobladores de manera más cruenta desde hace 50 años, quienes han vivido entre emboscadas, secuestros, asesinatos de caciques y líderes sociales que se disputan el poder político interno de la región, y por el que todos los días se multiplican los enfrentamientos entre padres e hijos; entre hijos y hermanos; entre hermanos y hermanos triquis.
Constancia del Rosario, en la cresta del municipio de Juxtlahuaca, es una región escarpada de suelos irrigados por las aguas de los ríos Zapote, Venado y Copala. Una cordillera montañosa con pendientes muy pronunciadas y barrancas abismales en las que se caminan horas, y más horas, para ascender.
Allí arriba, en la región más pobre de Oaxaca, se puede barbechar, piquear, deshijar -como le llaman los campesinos a la cosecha de amapola- y por supuesto, rayar la bola sin miedo, para obtener la resina café de la adormidera o Papaver somniferum: el sueño de los campos de opio.
La siembra de amapola en el territorio triqui no es nueva. Tampoco son nuevas las enérgicas acciones militares y los programas gubernamentales de este y anteriores gobiernos por destruir los cultivos de la flor. Y aunque no hay indicios exactos de cuándo se empezó con la siembra, los campesinos triquis de San José Yosocañú aseguran que el cultivo de amapola ha permanecido décadas en la región porque ha traído cambios sociales y económicos a las comunidades triquis, pero también les ha ayudado a conservar sus formas tradicionales como campesinos agricultores de pequeña escala que se concentran en grupos familiares, cerca de 20 a 30 personas, para sembrar en un área a la que le llaman “milpa familiar o colectiva”, a diferencia de los sembradores mestizos de Sinaloa o Durango, donde predomina la agricultura comercial a gran escala, según informes de la organización civil Noria Research.
Las ganancias son suficientes pero en San José Yosocañú, los campesinos no se identifican como parte del crimen organizado. Ellos producen la goma de opio, sí; también algunos manejan camionetas lujosas o armas de uso exclusivo del ejército, especialmente las autoridades agrarias, pero no se consideran criminales.
–La mayoría son campesinos desde niños –dice Baltazar Ascencio, un indígena triqui de unos 45 años, delgado, moreno, con una barba incipiente.
–Ellos labran la tierra donde crecen las flores de amapola. Los criminales en cambio, se imponen como los únicos compradores: establecen el precio definitivo, cuándo y cuánto sube o baja la goma, también consiguen los medios para transportarla y venderla a gran escala. Los sembradores de San José Yosocañú, no. Ellos son sembradores, no criminales.
–La gente de la región triqui no es mala, es pobre –insiste, Baltazar Ascencio, un hombre arrugado a pesar de ser muy joven. Su piel parece estar curtida por el sol y el polvo de las veredas, es originario de Putla de Villa de Guerrero, en el límite de la sierra sur del Estado de Oaxaca.
Y es cierto. En Constancia del Rosario y Juxtlahuaca, los dos municipios más pobres de la región triqui, donde habitan 36 mil 787 personas según el informe Estrategia de Desarrollo Microrregional y la Cruzada Nacional contra el Hambre 2011–2016, realizado por la Secretaría de Desarrollo Social (Sedesol) y el Gobierno del Estado de Oaxaca, los indígenas triquis no tienen garantías de empleo, salud, alimentación, desarrollo ni vivienda.
De acuerdo con el informe, el 57.1 por ciento de la población de 15 años y más, tiene la educación básica incompleta; el 24.0 por ciento de 15 años y más, es analfabeta; y el 2.4 por ciento de 6 a 14 años, no asiste a la escuela.
El informe también indica que el 85 por ciento de esta población, no tiene acceso a los servicios de salud; 57.8 por ciento carece de acceso a una alimentación digna, y otro 58.6 por ciento vive en condición de extrema pobreza. Los triquis están olvidados de los servicios públicos que debería proporcionarles el Estado mexicano.
Droga y desarrollo: hacia una economía política
Especialistas del Programa Noria para México, una plataforma que describe como objetivo en su sitio oficial “mostrar cómo en México la violencia es un recurso político central usado y compartido por una variedad de actores públicos y privados, lícitos e ilícitos, y cuestionar lo que suele verse como argumentos racionales acerca del crimen y la política”, aseguran en un informe presentado el 10 de marzo de 2021, que aunque México es uno de los mayores productores mundiales de amapola, y que la goma de opio que se extrae de la flor se transforma en heroína que se exporta en su totalidad a Estados Unidos y Canadá –abarcando casi el 90 por ciento del mercado–, esto no representa un beneficio para los campesinos mexicanos que la cultivan, porque la mayoría del dinero se queda entre los intermediarios.
Baltazar Ascencio asegura que en la región la siembra es un medio, no un fin en sí mismo. Me explica que en la zona triqui existen fuertes enfrentamientos políticos por el control territorial que ha puesto a pelear a los indígenas en tres grupos distintos, por eso la zona está armada hasta los dientes y la siembra de amapola ayuda a comprar las armas, pero no existe una pugna por el control de las rutas o los cultivos.
–Aquí en la montaña se siembra por necesidad. Y todos aquí sabemos dónde se siembra, quién la siembra y no es algo que se esconda. No es algo que no se sepa o que a alguien le sorprenda.
–Y aunque viven allí y todos se conocen, de eso no se habla afuera –le replico.
–No. No se habla. A toda la gente le interesa seguir protegiendo los campos de cultivo. Desde que yo recuerdo la gente se ha dedicado al cultivo de amapola y realmente el trabajo que ellos hacen es el de sembrar. Aquí no hay grupos del crimen organizado. Los campesinos no secuestran, no roban, no extorsionan por la amapola. Los campesinos triquis sólo se dedican a la siembra y a la extracción de la goma pero no son narcos, son personas que se dedican al campo.
Baltazar Ascencio vive en una casa de madera y cartón con suelo de tierra. Antes de entrar a su casa hay un alambre con palos que simula una portezuela. Solo estando en su casa uno adivina que sus hijos pronto se dedicarán a rayar los bulbos.
–Desde que la flor crece en la sierra triqui oaxaqueña, hace poco más de 30 años, los campesinos triquis no trabajan en otra cosa, no hay en qué –dice. La amapola permite que en muchas otras zonas marginadas como esta, los habitantes más jóvenes sobrevivan económicamente, mientras el Estado mexicano mantiene en lo mínimo sus funciones, sin carreteras ni escuelas ni hospitales.
–¿Y las armas? –le pregunto.
–Las armas se portan por los conflictos que hay entre grupos que se disputan el control político. Si entras a cualquier comunidad triqui es normal ver hombres con armas de uso exclusivo del Ejército y nadie les dice nada, porque ellos mismos son las autoridades.
En su libro San Juan Copala: dominación política y resistencia popular. De las rebeliones de Hilarión a la formación del municipio autónomo, el profesor e investigador Francisco Javier López Bárcenas, quien ha dedicado su vida a documentar la historia de los movimientos indígenas contemporáneos y las transformaciones del Estado, explica que el territorio triqui ha padecido una lucha histórica por el control de su territorio que los desgarró por dentro: una lucha fratricida que ha dejado más de 800 muertos a lo largo de más de 30 años, según el periódico digital Oaxaca Entrelíneas.
Primero surgió el Movimiento de Unificación y Lucha Triqui (MULT) que sirvió para denunciar las imposiciones del Partido Revolucionario Institucional (PRI) -hegemónico en México hasta hace 20 años-, y deponer el estilo monopartidista, corporativista y autoritario de un partido que definió la historia contemporánea del país al mantenerse en el poder desde su fundación en 1929.
Luego nació la Unión de Bienestar Social de la Región Triqui (Ubisort), un grupo paramilitar acusado de tráfico de armas y delincuencia organizada, que financió el mismo PRI para contrarrestar el liderazgo del MULT. Pero en 2007 con el surgimiento de la Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca (APPO), algunos indígenas manifiestaron su inconformidad con los dos grupos anteriores y anunciaron la formación del Movimiento de Unificación y Lucha Triqui–Independiente (MULTI).
Por eso “en realidad, la violencia que azota al territorio indígena debe entenderse como una consecuencia de la intervención estatal, en particular del clientelismo y del caciquismo político, de las confrontaciones entre élites y partidos que tomaron al pueblo indígena como botín de guerra”, asegura Bárcenas.
Este afán forastero de explotación y control político dotó a los triquis de armas suficientes, les acercó un arsenal de municiones y abrió la puerta al comercio secreto de amapola y marihuana, y las diferencias por el control político y económico entre los tres grupos afloraron como hongos silvestres en tiempos de lluvia. Y desde entonces, no hay poder humano que los salve de los ríos de dolor y sangre que corren entre sus ya de por sí desoladas vidas.
Militarizarización, siembra de amapola y violencia contra las mujeres
Esta violencia estatal disfrazada de conflictos intracomunitarios por el control político, territorial y la siembra de drogas se recrudeció cuando los líderes de San Juan Copala se organizaron por un municipio libre y autónomo: así se declaró, por última vez, como el único municipio autónomo de Oaxaca en 2007, hecho que desató acciones represoras por parte del Estado.
Pero mientras los hombres y las mujeres triquis descubren cómo ejercer su derecho a autogobernarse, las autoridades de Oaxaca enviaron pelotones de soldados a “custodiar la zona”, lo que desataría una avaricia militar, colonial, blanca y mestiza que azotaría especialmente a las mujeres.
Según la profesora investigadora del Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS) Natalia De Marinis, en su libro Desplazadas por la guerra. Estado, género y violencia en la región triqui, esta fuerte presencia militar desencadenó abusos y formas de tortura que afectó desproporcionadamente a las mujeres.
En el informe Episodios de Desplazamiento Interno Forzado Masivo en México 2020, la Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de los Derechos Humanos (CMDPDH), documentó que en diciembre de ese mismo año, 520 personas de Tierra Blanca Copala, en el municipio de Santigo Juxtlahuaca, fueron desplazadas a causa de la incursión de grupos armados y paramilitares quienes sitiaron a la población y expulsaron a los habitantes a punta de balazos. El informe narra que, ante los persistentes ataques en la región, las personas desplazadas, la mayoría de ellas mujeres lactantes con hijos y mujeres de la tercera edad, decidieron abandonar sus casas, obligadas a vivir un exilio forzado mucho más crudo que el del hambre y la pobreza.
–Así es la guerra –me dice Emelia Ortiz García, activista y defensora de los derechos humanos, quien acompañó en 2019 el desplazamiento forzado de 41 mujeres de la agencia municipal Ojo de Agua Copala, donde las mujeres tuvieron que huir ante la amenaza de ser violadas o asesinadas por soldados y paramilitares. Estamos sentadas en un café del centro de Oaxaca pero ella, por su mirada perdida en la nada, parece habitar un pozo sin fondo, un lugar húmedo y oscuro muy parecido a un estanque.
–¿Participaron en la defensa de los campos de amapolas en 2017, y atacaron a los soldados como aseguraban los boletines oficiales? –le pregunto.
–No, eso sucedió en Guerrero. Las mujeres hemos sido carne de cañón pero también pilares de todas las resistencias triquis. Cuando hay una invasión, cuando por algún motivo los militares quieren ingresar a nuestras casas o a nuestros cultivos, las mujeres somos las que estamos al frente para defenderlos pero nosotras no permitimos ese tipo de siembra de enervantes.
La zona triqui es un mundo dentro de otro mundo: un estado de excepción donde parece que ningún tipo de legalidad o de justicia es posible. Una zona ambigua e incierta donde los procedimientos en nombre de la ley eran –y son, en muchos sentidos– extrajurídicos y antijurídicos.
Emelia Ortiz me cuenta que a las mujeres triquis las han criminalizado dentro de sus comunidades por mantener una participación política activa, pero también es cierto que las han criminalizado fuera de las comunidades por defender a sus hijos, sus tierras, sus medios de subsistencia.
–Pero si nuestras hermanas de Guerrero hicieron eso de atacar a los soldados para defender sus milpas amapoleras, no fue por gusto. Ellas lo hicieron por necesidad, porque hay ausencia y abandono de las autoridades en esas y otras comunidades.
La región triqui es un suelo fértil para la violación de los cuerpos y los territorios: la cuota moral y física que las mujeres deben pagar en la lucha por la libertad y la autonomía.
Recuerda el caso de las mujeres triquis desplazadas en Ojo de Agua. Me cuenta, mientras le tiemblan las manos, que ellas salieron sin nada. Salieron únicamente con lo que traían puesto, sin dinero ni pertenencias. Algunas se desplazaron a las comunidades del Rastrojo y Río Metates. Otras viajaron como pudieron a la ciudad de Oaxaca. Todas salieron huyendo porque la zona está rodeada de hombres con armas.
Las mujeres tomaron a sus hijos y abandonaron sus casas. Se fueron a hurtadillas como si ellas fueran los victimarios: se fugaron a la una de la mañana mientras los soldados y los paramilitares dormían. Cuando llegaron a la carretera principal, se dispersaron. A la mañana siguiente, las que no juntaron el coraje para irse, pagaron la osadía de las primeras y en medio de golpes, empujones y obscenidades, los hombres armados tomaron a las mujeres como sirvientas y las obligaron a hacer el desayuno.
–Una de ellas –me dijo Emelia, tragando seco como si entre la lengua tuviera un puñado de alfileres– tuvo que matar su chivo para darles de comer.
Indignada, sin un ápice de silencio cómplice, me cuenta que las mujeres que deciden quedarse no se atreven a denunciar las agresiones sexuales porque no obtienen la justicia que merecen. Además, si hay denuncias públicas, ellas se vuelven mujeres no muy gratas para las comunidades.
En el territorio triqui todos saben. Todos adivinan lo que ocurre. También todos callan. Todos temen. La siembra de amapola y las violaciones a las mujeres ocurren, y no es algo de lo que se pueda -o se quiera- hablar abiertamente. Tampoco es algo que pueda evitarse.
Criminalizar al pueblo triqui
–¿Pero entonces los sembradores sí atacaron a los helicópteros en 2017 mientras los militares hacían sobrevuelos para destruir la amapola? –le pregunto insistente a Baltazar Ascencio.
–Sí, pero la mayoría de los pobladores triquis no se enteraron porque la montaña ya es muy alta por ese lado, y las autoridades no querían que se pusiera caliente la zona.
Él me explica que al día siguiente del ataque ocurrido el 15 de marzo de 2017, los líderes triquis -al verse rebasados por las noticias que se publicaron en medios nacionales y extranjeros-, temieron una incursión militar que los despojara de sus casas y destruyera los cultivos de amapola. Entonces decidieron hacer contacto con personal de la Sedena. En esa conversación, asegura, las autoridades internas se comprometieron a castigar a los indígenas responsables de los ataques a los soldados.
Pero los militares no quedaron conformes. En una rueda de prensa realizada en la capital de Oaxaca, el comandante de la octava región militar Alfonso Duarte Mújica, quien lideró el operativo donde el helicóptero fue atacado, aseguró que “varias comunidades indígenas ubicadas en la frontera con el estado de Guerrero, habían pasado a formar parte de la base social de la delincuencia organizada, luego de que un grupo de indígenas triquis atacaran un helicóptero militar que realizaba un sobrevuelo que impidiera la destrucción de 47 plantíos de amapola”.
Este discurso que criminalizó a los indígenas triquis, se repitió una y otra vez en las semanas subsecuentes: “Nos preocupa que la delincuencia organizada reclute a mujeres y niños en condición de miseria para el cultivo de enervantes ofreciendo dinero y armas. Nos parece riesgoso porque hay condiciones para que surjan conflictos por la disputa del territorio”, aseguró Duarte Mújica sin ningún decoro.
Estas afirmaciones del comandante contrastan con la investigación que Gabriel Tamariz hizo en Oaxaca. La milpa en temporada de drogas de la serie La violencia toma lugar, publicada por Noria Research en 2021, donde explica que en este estado del país “es casi inexistente el trabajo forzado por organizaciones traficantes de drogas”, porque “en su mayoría son milperos y sus familias quienes de manera voluntaria e independiente han cultivado marihuana y amapola en Oaxaca. Son pocos los territorios oaxaqueños en que un grupo externo al municipio pueda tener la capacidad de sostener una posición de este tipo. Así lo demuestran los intentos fallidos de estas organizaciones ante la resistencia armada de la comunidad, con toques de queda, enfrentamientos y linchamientos de por medio”.
Y efectivamente. La organización interna de los triquis no se hizo esperar. Tres días más tarde, en una conferencia de prensa frente al palacio de gobierno de la ciudad de Oaxaca, Rufino Merino Zaragoza, líder social que por 31 años encabezó el MULT, desmintió a Duarte Mújica y aclaró que los indígenas triquis nunca impidieron la destrucción de los plantíos de amapola en sus territorios, y negó que hubieran atacado un helicóptero militar para derribarlo cuando realizaba un sobrevuelo de reconocimiento en la región.
También expresó públicamente que el ataque había ocurrido, en realidad, en Santa Cruz Yucucani, un municipio de Tlacoachixtlahuaca, en el estado de Guerrero.
“Lo que más nos preocupa son las acusaciones de Duarte Mújica porque se dan en un contexto de hostigamiento y de intimidación con el claro objetivo de militarizar el territorio. Son una estrategia política para descabezar el movimiento social del MULT. La Sedena sostiene que hay siembra de drogas para militarizar nuestras tierras, porque le interesa matar a los dirigentes y disgregar el movimiento que tiene 36 años de vida. Solicitamos al gobierno de Alejandro Murat Hinojosa que cese el acoso militar en la región”, puntualizó.
–Esta narrativa que las autoridades oaxaqueñas mantienen sobre los pueblos indígenas y los criminaliza por actividades como la siembra de amapola o por sus conflictos agrarios con otras comunidades -y que al Estado le conviene difundir-, es sumamente racista –dice Yásnaya Elena Aguilar Gil, lingüísta Ayuuk, escritora, traductora, activista de derechos lingüísticos e investigadora.
–Tampoco hay el reconocimiento suficiente del papel que las propias autoridades del gobierno de Oaxaca juegan en el desarrollo de muchísimas problemáticas sociales, territoriales o políticas generadas por una pésima ejecución de sus propias leyes –aseguró Aguilar Gil.
–Si hay sembradores de amapola o no dentro de las comunidades –me explica– es también porque los pueblos indígenas necesitan mantener esta economía de subsistencia. El problema realmente es quién o qué relaciones entre actores sociales o políticos están detrás del trasiego de la droga. O quién está detrás de la explotación de los indígenas que la siembran.
Los rayadores que cuidan las llamas y las flores
Sobre la cima del cerro, el pueblo es un punto extraviado entre la hierba que duerme. Todavía no amanece. Los campesinos triquis trepan la montaña con las manos húmedas, exhalando el frío. Suben sigilosamente los caminos escarpados para no pisar los agujeros de las tuzas, los nidos de las culebras que sueñan debajo de la tierra. Algunos ascienden cargando veladoras y palitos de ocote. Otros caminan despacio hasta la cueva donde piden al Señor del Rayo que caiga sobre la cosecha el agua suficiente.
Los sembradores van subiendo poco a poco. Uno a uno se toman de las manos hasta formar un círculo fuera de otro círculo de flores. Son doce rayadores parados frente al fuego con los puños repletos de semillas. Luis está a mi lado. Tiene 29 años y los labios partidos por el sudor y el frío. Hoy despertó a las cuatro y media de la mañana para llegar a la orilla del camino, y abordar la camioneta que lo traería hasta la punta del cerro Santo Domingo, ubicado en Santa Cruz Progreso Chicahuaxtla, en el municipio de Putla Villa de Guerrero, Oaxaca.
Todos cuidan las llamas. Han improvisado un techo rústico con hojas de palma donde ponen la sangre de un chivo pequeño, que cuidadosamente vacían dentro de un hoyo que cavan en la tierra. También reparten tragos de mezcal que luego escupen sobre la lumbre para mantenerla viva la fogata.
Con los talones agrietados y gruesas capas de piel en las manos, Luis me explica que el trabajo en la montaña es demandante, algunos días trabaja jornadas de hasta 12 horas sin descanso. Por 250 pesos al día, ha trabajado rayando y picando amapola casi la mitad de su vida.
–Yo empecé a los doce años. Desde chamaquito me enseñaron a rayar el bulbo girando con cuidado la navaja. Para entrar a las parcelas debes ser ligero o pequeño porque las matas de la flor crecen pegaditas y es muy fácil pisarlas. Además hay que tener buen ojo: la flor morada aguanta más rayas y esas dan un líquido más lechoso.
Con la venta de la goma, Luis alcanzó a comprarse una casita de madera y un par de parcelas donde su esposa y sus hijos siembran maíz, frijol, café y plátano. La familia de Luis vive al día, comiendo lo poco que ellos mismos producen.
–Lo que se gana con la flor no es mucho, apenas da para vivir. Aquí la gente se dedica a la siembra de amapola porque no hay más trabajo. Cultivas la flor, o migras, o te mueres de hambre. Esas son nuestras opciones. Por acá es normal que salgas con tus hijos a los cultivos, pongas lumbre y comas, mientras cuidas y cosechas las flores.
–¿Y no les da miedo? -le pregunto en seco.
–Muchas comunidades triquis deshijan, rayan o abonan la amapola, y dentro, en el pueblo, todo el mundo lo sabe: es un mal necesario -me dice Luis con la mirada fija entre las llamas mientras amanece.
Incursiones para darles de comer a los soldados
Río Metates, Copala, es un pueblo de 725 habitantes olvidados entre los pequeños valles y las laderas pronunciadas del municipio de Santiago Juxtlahuaca. Como nadie lo visita, su oficina de gobierno luce triste y sus caminos rurales son culebras antiguas que se arrastran con dificultad entre las montañas.
A pesar de ser tan pequeño, el pueblo tiene límites claros. De entre la vegetación, abundante y fecunda, brotan cerca de cien casitas humildes: la mayoría tiene una sola habitación, piso de tierra, y las paredes llenas de rendijas por donde se filtra el agua y la niebla. También hay una iglesia pobre y blanca, con muy pocos santos, y un cementerio.
De aquellas viviendas por donde el tiempo se estanca como la lluvia, solamente quince tienen instalaciones sanitarias, y apenas cinco cuentan con acceso a la luz eléctrica, por eso en Río Metates anochece siempre a las seis y media de la tarde.
Los datos de agentes municipales sobre los atropellos del ejército en la región triqui dicen, que una tarde interminable de enero de 1979, fueron enviados desde el Batallón de Infantería de Pinotepa Nacional 34 elementos de tropa para ‘pacificar’ aquella zona de Juxtlahuaca. El entonces gobierno de Oaxaca, había asignado una partida táctica en cada uno de los pueblos y rancherías de la nación triqui, para contener la violencia imparable que ha acusado, desde los días más remotos, a los indígenas de salvajes.
Según la versión oficial del Estado, los efectivos llegaban al pueblo porque habían recibido denuncias sobre individuos dedicados a cometer asesinatos, siembra de amapola y marihuana.
–Pero a la instalación de los militares, llegaron los abusos, –me cuenta Luciana, quien en 1979 era una niña de apenas 6 años, y que ahora trabaja lavando ropa y cuidando niños, que no son suyos, en la ciudad de Oaxaca.
Siempre que le pregunto por los soldados, Luciana hace grandes silencios. Duda. Articula cada palabra como si le costara trabajo reconstruir sus recuerdos.
–Yo no entendía qué buscaban los militares. No sé si iban buscando drogas o armas. Ellos decían que hacían recorridos para agarrar a los maleantes, pero en realidad, saqueaban al pueblo.
Luciana es una mujer delgada y morena. Sus manos son delicadas pero lucen desgastadas por el trabajo que hace desde muy joven. Ella salió de su pueblo, descalza y en brazos de su madre, una noche oscura de febrero, en que los soldados entraron a las casas y les prendieron fuego. En esos días, por el conflicto armado y el control interno entre autoridades locales y militares, era muy común ver casas abandonadas, familias dispersas y divididas, casas ocupadas por otras familias a la fuerza.
Las presuntas incursiones en búsqueda de drogas no son nuevas. El 14 de febrero de 1980, el Comandante y General de Brigada Roberto Sánchez Coronel, en respuesta a una de tantas denuncias –que recogimos durante esta investigación–, hechas por los pobladores contra la partida táctica del Batallón de Infantería en Juxtlahuaca, justificaba la estancia de los soldados en territorio triqui diciendo: “esta región es considerada como conflictiva por el alto índice de criminalidad, analfabetismo, monolingüísmo, alcoholismo, siembra de enervantes y pobreza. Todos estos motivos han generado que sean sumamente belicosos y desconfiados en virtud que desde hace mucho tiempo han sido explotados y envilecidos”. El discurso oficial, racista y criminalizante, se ha mantenido. A pesar de los abusos históricos, la militarización de la región triqui tiene décadas fraguándose.
–Mi mamá siempre me platica que a María Gloria, la vecina, esa noche le quemaron su casa de tejamanil en la que tenía cobijas, una maleta con ropa de sus niños, huipiles de fiesta, varios costales de café, maíz, chivos y gallinas. También había guajolotes, una grabadora y dinero en efectivo.
En un tono bajo, casi ausente, Luciana me cuenta que Margarita, su madre, como era mucho más pobre sólo perdió entre las llamas dos metates, algunas cacerolas, un hacha, un sartén y dos pocillos. También un molino y un violín que su padre había dejado olvidado antes de abandonarlas.
–¿No cree que se necesita valor para aguantar tanto? -me pregunta Luciana. -O mucho miedo, pienso, pero no le digo nada. Según Luciana, su madre le contaba que al paso de los soldados, las mujeres padecían violaciones sexuales, despojo de bienes o hasta la ocupación permanente de sus casas.
Han pasado más de 40 años del incendio, pero la madre de Luciana sigue sin reponerse. A diferencia de Margarita, María Gloria se quedó en el pueblo a reconstruir su casa. Muchas veces, según Luciana, María Gloria tuvo que matar sus gallinas, sus chivos o marranos para darles de comer a los soldados.
Isabel no había visto un helicóptero en su vida
Isabel nunca había visto un helicóptero en su vida. No tenía idea del estruendo que hacen las hélices gigantes al friccionar el aire cuando aterrizan en la tierra. Asustada, corrió junto a otras mujeres a guarecerse monte abajo, cuando el 15 de marzo de 2017, el ejército mexicano ubicó campos de amapola en Constancia del Rosario, y durante el aterrizaje forzado, los tripulantes de la aeronave alegaron disparos hechos al aire por los campesinos que cuidaban los sembradíos en el filo del cerro.
Ese día, al ver a los elementos de las fuerzas castrenses decididos a destruir los cultivos, Isabel sintió que iba a desmayarse. En la punta de la loma vio pasar una y otra vez a la aeronave. Escuchó las primeras balas, no sabía de dónde venían. Espantada, primero buscó a sus hijos y los escondió entre los arbustos. Después volvió con el corazón desacomodado en el pecho al lugar donde pretendían incursionar los militares. Le temblaban las piernas. Quería vomitar pero no podía. Sintió miedo.
–Imagínese usted lo que sentí al ver a los soldados. Había puesto todo mi empeño en aquella cosecha. Toda mi esperanza estaba puesta en aquellas flores.
Isabel dice que recibieron con pedradas a los soldados porque el dinero que les darían por la cosecha de la goma extraída era para subsistir, pero niega que ellas estuvieran armadas.
Isabel es una mujer pequeña que creció sembrando maíz para hacer tortillas, y llegó a los campos de amapola para sobrevivir ante la falta de trabajo en lo profundo de la sierra triqui. Durante su vida ha sufrido varias formas de discriminación por ser mujer, indígena, campesina y por afincar su economía familiar en una actividad ilícita.
La violencia por el control político y económico que organizaciones internas mantienen en la región fronteriza con Guerrero, le arrebató a Isabel lo único que verdaderamente sentía como parte de su identidad indígena: la tierra. En 2010, Isabel y sus cinco hijos se vieron obligados a desplazarse de su comunidad en San Juan Copala, Oaxaca, para compartir techo, comida y trabajo con algunos familiares que, huyendo también de la violencia, fueron a parar a un pueblo pequeño llamado Río Lagarto, en el municipio de Constancia del Rosario.
Isabel me cuenta que cuando su esposo emigró a Estados Unidos, su suegro le prestó una casita de palo y lámina, y les dio permiso para trabajar un pedazo de la milpa que él mismo le rentaba a un cacique de la zona. Ante la urgencia por darles de comer a sus hijos, Isabel aprendió a sembrar en poco tiempo, y los niños, todavía pequeños, tuvieron que involucrarse en las tareas del campo para ayudar a la madre.
–Ahí vivíamos todos amontonaditos -dice Isabel. Una mujer menuda y de cara redonda que a pesar de sus manos pequeñas, es diestra sembrando maíz, frijol y calabaza.
–Pero no duramos ahí mucho tiempo, porque mi suegro cayó enfermo y murió a los dos años -me cuenta Isabel con los ojos nublados, como quien despierta de un sueño largo y oscuro. El dueño del terreno volvió reclamando su feudo, y muy pronto ella y los niños se vieron desprovistos de medios para seguir trabajando la tierra como hasta entonces.
Isabel no quiere contarme con quién ni cómo llegó, finalmente, a sembrar amapola. Las mujeres que se dedican al cultivo de las flores en la región triqui, son estigmatizadas y criminalizadas fuera de sus comunidades.
–Al principio, cuando pensaba en la amapola o en los otros sembradores, me corría un frío en el estómago, pero una se acostumbra. Ahora he visto que son personas normales, no son criminales -me dice.
–Cultivar la flor nos ayuda a cubrir nuestras necesidades. Una mujer como yo, madre y jefa de familia, no puede mantener a sus hijos sembrando sólo maíz y frijol; vender la goma es más fácil porque su precio es más estable y no se necesita invertir mucho –me cuenta Isabel, mientras mueve nerviosamente sus pequeñas manos.
Ilustraciones: Antonio Mundaca
*Este reportaje forma parte del proyecto, Amapola en Oaxaca: Sembradores en la niebla que fue realizado con el apoyo de la Fundación Gabo y la Open Society Foundations, gracias al Fondo para investigaciones y nuevas narrativas sobre drogas (FINND).
Artículo publicado en la Revista POLIGRAFO, Política Gráfica Objetiva. Descárgala gratis aquí