En un Estado democrático las declaraciones del Presidente debieran tener consecuencias graves.

Hablemos de Política

Por Diego Martínez Sánchez

El Presidente está herido 

Han sido pocas las veces que el presidente López Obrador ha perdido los estribos, sin embargo, nunca se había mostrado tan vulnerable, tan herido, como en las últimas semanas, resultado del reportaje que publicó Carlos Loret de Mola, denominado ahora el “enemigo público numero uno”; sobre un posible conflicto de intereses entre un contratista de PEMEX y la esposa de José Ramón López Beltrán, hijo del mandatario mexicano. 

Y aunque esta no es la primer denuncia por actos de corrupción que difunde el comunicador, quien tiene de cliente frecuente al presidente Obrador desde las casas de Bartlett o los contratos a sobreprecio que el gobierno federal entregó a su hijo; los contratos de la prima Felipa (también con PEMEX), la entrega de dinero en efectivo a dos de los hermanos López Obrador, por mencionar algunos casos; ninguno había generado una reacción de tal magnitud. 

Cegado quizás por el enojo y el rencor, el Presidente Obrador empleó su mañanera para atacar de manera directa al periodista, calificándolo de corrupto y miserable, no conforme con los ataques que lanzaba un día sí y el otro también, el titular del Poder Ejecutivo federal violó más de una Ley al evidenciar información privada de un ciudadano –como usted y yo– empleando los recursos del Estado para investigarlo, difamarlo, acosarlo y hasta amenazarlo. Hechos que reconoció el propio funcionario en un espacio con alcance global. 

En un Estado democrático las declaraciones del Presidente debieran tener consecuencias graves, más en un país donde ejercer el periodismo es una actividad de alto riesgo. Pero en el México de la Cuarta Transformación el fanatismo supera la legalidad, muestra de ello es el ridículo desplegado que lanzaron los gobernantes emanados de Morena, en “apoyo” a López Obrador. Un acto que muestra desesperación y una profunda frustración. 

O la “aclaración” que envió López Beltrán y su esposa, justificando su riqueza con su supuesto ejercicio judicial en Estados Unidos, y aunque pide que se respete su vida privada, dichas declaraciones dejaron más dudas que respuestas, las que deberá dar a la brevedad si no quiere seguir humillando a su papá.     

El Presidente sabe que se equivocó, pero su formación autoritaria y su limitada capacidad de autocrítica no le permiten ver su error, mucho menos aceptarlo, por lo que debe ser su séquito de serviles aduladores quienes lo defiendan y hasta nieguen que su redentor haya errado. Porque si se cae él, se acaba el show. 

López Obrador está herido, y aunque no es de muerte, es prueba suficiente para saber que no es el ser supremo que muchos quieren creer y que también sangra como cualquier otro, sobre todo cuando la traición viene desde el interior. Porque el reportaje fue lo de menos, lo que en verdad le dolió a quien por breves momentos se convirtió en el hombre más poderoso de este país, fue reconocer que la primer traición provino de la familia. 

Además, por no poder controlar su temperamento, nuevamente Obrador se mostró como es en verdad; un hombre enojado, muy visceral y sediento de venganza, obstinado y aferrado a creerse el dueño de la única verdad, como si su visión de México fuera tan perfecta como irreal.  

Es cierto, llegar a medio camino no ha de ser fácil, menos cuando los resultados no son los esperados y los obstáculos se han incrementando, al igual que las traiciones y deserciones al movimiento que juró, transformarían el país, para lo que más de 30 millones de personas le dieron su entera confianza. La cual no ha podido corresponder.   

No podemos imaginar la complejidad que representa el intentar gobernar un país, no solo un país como México, sino cualquiera, pero si le sumas una cultura de corrupción enquistada en todos y cada uno de los sectores sociales, un nivel educativo paupérrimo, pésimas condiciones de vida en la mayor parte del territorio, incapacidad administrativa en los tres niveles de gobierno, una fracasada estrategia de seguridad, violencia e impunidad en sus máximos históricos y un crimen organizado que ha rebasado al Estado, la situación se complica. 

Y por si todo eso no fuera suficiente, le agregas colaboradores y hasta familiares cercanos que son “evidenciados” en “posibles” actos de corrupción que no se han podido negar más que atacando, desacreditando y denostando a quienes los han señalado, empleando para ello recursos públicos sin importar cuántas leyes haya que violar. 

Pero para llegar a ese punto, después de 18 años de haber aguantado prácticamente todo, la herida debió haber sido más profunda de lo que podemos imaginar. Ahora dependerá del propio presidente si comienza a curarse o permite desangrarse, porque amenazar la libertad en un país como México, no es un camino fácil de transitar y millones se lo podrían demostrar o recordar, en el próximo proceso electoral. 

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